martes, 9 de diciembre de 2008

Año Nuevo: Luis A. Alcocer


Era Navidad, sin duda, sólo había que mirar las calles atestadas de
gente con bolsas de regalo, sonrisas que intentaban simular falsas
felicidades, luces de colores hasta en los urinarios públicos, atascos de coches y a sus conductores jurando y recordando al último beato del santoral, prisas por llegar donde fuera..., posiblemente a ningún sitio.

Enrique no tenía prisa, ni coche, ni bolsas, ni dinero para gastar,
ni felicidad, ya fuera falsa o real. Enrique estaba en el paro
desde hacía tres meses, no cobraba subsidio alguno, su mujer se había
largado con otro –quedándose con la casa- y, desde entonces, su
familia le miraba como un apestado que sólo contaba historias tristes
y, a veces, les pedía dinero que nunca podría devolverles.

Enrique, vivía en la pensión más barata que había encontrado; no
tenía ninguna gana de aparecer por allí y, por eso, vagaba entre la
gente, sin destino fijo..., sólo dejaba pasar un tiempo que, de hecho, era lo único que le sobraba.

Empezaba a anochecer cuando sucedió "aquello", tropezó con una mujer
y tiró al suelo las bolsas que ella llevaba. Tendría una edad cercana
a los cincuenta, un abrigo de pieles, un collar que parecía de
perlas... "Debe ser millonaria", pensó Enrique; se agachó para
recoger del suelo todo lo que había tirado sin querer y procuró que ella volviera a colocarlo en sus brazos.

-¿Le importaría acompañarme a llevar todo esto hasta el coche?, lo
tengo aquí cerca y se me volverá a caer si no me ayudan, seguro.

Él asintió con la cabeza, era un hombre educado.

Mientras caminaban, ella le fue haciendo preguntas, casi un
interrogatorio:

-¿Iba usted de compras? ¿Está casado? ¿Vive solo? ¿En qué trabaja?...

Enrique contestaba a las preguntas con monosílabos, pero sin mentir,
sin ocultar la verdad de su situación.

Llegaron al coche; era rica, sin duda: el cochazo, un Mercedes,
destacaba entre todos los aparcados.

Ayudó a guardar las bolsas en el portamaletas.

-¿Quiere acompañarme hasta mi casa? –le dijo-, estaba buscando
alguien como usted para hacerle feliz estas Navidades. Ha sido la
Divina Providencia la que ha hecho que nos encontráramos.

Enrique asintió. Entró en el coche y su cara comenzó a iluminarse.
Podía ser que sus problemas, los inmediatos al menos, se
desvanecieran; en realidad, sólo necesitaba un mínimo empujón para
enderezar su vida, un trabajo, algo de dinero... Puede que el próximo año fuera distinto. "¿Será verdad, año nuevo, vida nueva?", pensó.

Su talante, siempre había sido un optimista, fue haciendo que se
animara minuto a minuto. Y más aún, cuando llegaron ante la casa: un
enorme portal, cercano a la calle de Alcalá, donde ella entró con el
coche y lo dejó en el centro de un patio rodeado de columnas.

Subieron por una escalera de mármol y entraron al piso. Era como los
palacios que había visto en el cine y que pensaba que ya no existían.

-Espere un segundo, por favor –le dijo la mujer, tras quitarse el abrigo.

Pasaron unos minutos en los que la cabeza de Enrique se llenó de
sueños: "Seguro que me va a ofrecer un trabajo, tendrá muchos amigos
importantes. Igual me adelanta algún dinero, para ir tirando y,
¿quién sabe?, tal vez me invite a pasar aquí la noche, puede que esté sola, como yo, y necesite compañía".

Se arregló algo el desordenado pelo, ajustó su chaqueta de forma tal
que no se vieran las mangas sucias y deshilachadas de su camisa,
sonrió...

Ella volvió:

-Mire, tenía aquí esta bufanda desde hace meses y no encontraba un
pobre a quien dársela..., y es una pena tirarla a la basura.

Enrique cogió la bufanda, cada mano en un extremo, la colocó sobre el
collar de perlas, giró los brazos alrededor del cuello y apretó hasta
que la mujer se desplomó, casi sin un gemido. Su cara violácea
contrastaba con el rojo de una alfombra persa.

Salió a la calle. Su reciente optimismo no había desaparecido del
todo, su ultima sonrisa, si acaso, era aún más amplia: "Hace algo
menos de frío. La bufanda parece de seda, igual la vendo, la gente
hoy compra lo que sea, y me sirve para pagar una semana de pensión y
mañana..., ¿qué más me da lo que pase mañana?"

Acarició la cabeza de un perrillo que le olisqueaba los zapatos. El animalito le miró.

-¿Verdad que el año que viene todo será diferente? -le preguntó Enrique.

Creyó ver sonreír al perro y decidió comprarse una bolsa de castañas calientes con el único dinero que le quedaba. Todo iba a ir bien a partir de ahora...

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