martes, 30 de diciembre de 2008

Una hamburguesa en Navidad: Ángeles Cantalapiedra

¿Por qué me gustaría tanto la comida basura? La comía con gula aunque no dejara de pensar en el colesterol que me metía al cuerpo así como en los futuros kilos que pasarían a engrasar mis carnes. Pero, aún así, comía hamburguesas y patatas fritas de aceite reciclado. Lo que no sabía es que por su culpa iba a vivir la peor pesadilla. No vestida de colesterol precisamente…

Aquel veinticuatro de diciembre iba rumbo a casa de mis padres a pasar las vacaciones de navidad. Tuve que hacer transbordo de tren y esperar una hora al siguiente. ¿Qué se me ocurrió? No sé si era el aburrimiento, el hambre o la gula, el caso es que arrastré mis posesiones hacia la cantina de la estación a comerme una hamburguesa con patatas y Coca-Cola. Me senté junto a un ventanal; la vista era preciosa. Daba al exterior. Nevaba con profusión y los trenes parecían llegar patinando; tenía en ese momento la sensación de estar metida en un cuento.

Me dispuse a dar el primer bocado a la hamburguesa cuando me di cuenta que no llevaba suficiente mayonesa y mostaza. Me precipité a la barra y cuando volví a mi mesa, no quedaba ni rastro; ni siquiera de la hamburguesa. Se habían llevado todo y cuando digo todo, es todo.Me quedé parada, sin reacción, no dando crédito a lo que mis ojos me querían contar; mi mente lo negaba.
A los cinco minutos, alguien me preguntó si iba a ocupar la mesa y yo contesté lacónicamente “Me han robado” No me hicieron caso y se sentaron. Yo seguía parada hasta que un sexto sentido me dijo “Mueve el culo y vete a denunciarlo”Parecía un fantasma deambulando por la estación preguntando a unos y a otros a dónde debía dirigirme. Al final fui a parar a una puerta; llamé y una voz inteligible me dijo que pasara o algo parecido.

Abrí la puerta. Delante de mí, sentado detrás de una mesa llena de cartas, había un gordinflón comiéndose una enorme hamburguesa; por sus barbas blancas escurría el Ketchup…
¡Qué asco!
Sin dejar de comer, me preguntó:
-¿Qué la pasa?-
Apenas un hilo de voz salió de mi garganta.
-Me han robado.
-¿le hacía falta lo que se han llevado?- ¿Ese gordinflón era idiota o qué?
-Eran mis chismes, mis cosas-dije con voz alterada, más bien histérica.
-Insisto, ¿de sus chismes, como usted dice, había algo importante?
-Mi ordenador, mi ropa, mis cremas, los regalos para mi familia. Mi dinero, mi documentación, mi teléfono, mi tabaco…
-la voz murió dentro de mí; notaba que me iba hundiendo por segundos.
-Pero, ¿importante, lo que se dice importante, había algo?
-Le miré enfurecida. No me podía creer que no comprendiera mi angustia.
-Todo. Todo era importante. Y ahora, ¿me va a decir qué va a hacer para devolverme mis chismes?
-¿Yo? ¿Qué que voy a hacer yo? Mientras siga en ese estado de tozudez, no puedo hacer nada. Ahora despeje la sala y deje pasar al siguiente-…Y siguió comiendo la hamburguesa.

Salí con los brazos desplomados, mientras un hombre se precipitaba en la sala que acababa de abandonar yo y cerraba con energía la puerta. Seguí allí parada sin saber qué hacer. No tenía dinero, hacía un frío tremendo y tenía ganas de llorar; me senté en un banco frente a la sala del gordinflón tratando de ordenar mis ideas. Al cabo de un rato, salió el hombre y entraron un par de mujeres. Luego una niña, después una pareja de ancianos… Todos salían sonrientes, así que me decidí a entrar de nuevo.
-A usted, ¿qué la pasa?
-preguntó sin mirarme mientras rebuscaba entre las cartas algo.
-Soy la de antes.-Aquí no están sus datos.
-No me los pidió-aquel tío era raro de narices.
-Tengo el tiempo justo, o me dice qué la pasa o salga por donde entró-… y maleducado.
-Me han robado.
-¿Había algo importante?-empezábamos de nuevo la misma serenata, así que le contesté desafiante:
-Me han robado mis chismes. ¿Le parece poco?-sin mediar palabra, alzó la voz y dijo “El siguiente” Y me volví a ver sentada frente a la puerta.
Seguía nevando, cada vez más. La gente iba y venía de un tren a otro. Era muy bonito observar las caras de ilusión, los abrazos de los encuentros… ¿Qué sería de mí?

En el despacho del gordinflón no dejaban de entrar y salir personas. ¿Qué las pasarían a ellas? ¿Tantos robos en una estación tan pequeña?
Caía la tarde y cada vez tiritaba más de frío, como si se me estuvieran helando todas las sensaciones.
Me dije a mí misma que debía entrar de nuevo; no tenía otra salida. Siempre que preguntaba, me remitían al despacho del gordinflón.
Llamé suavemente y oí una voz muy distinta que me invitó a entrar, pero cuando entré allí estaba el tío gordo, ¡desnudándose!

-Disculpe. Tengo prisa. Mientras me cuenta, yo me voy vistiendo- ¡Qué morro tenía aquel fulano!
-Quiero volver a casa-no dije más; a fin de cuentas, era lo que más deseaba.
-¿Y sus chismes?
-el gordo aquel me incitaba, pero no entré al trapo.
-Sólo quiero volver a casa…-Pues vamos. Me pílla de paso.…
Desperté con la voz de mi madre. Descorrió las cortinas y pude ver todos los tejados blancos. Era una sensación placentera: estaba en casa, la sonrisa de mi madre, el griterío de mis sobrinos abajo, en la cocina…
-Date prisa. Están los niños muy excitados esperando a abrir los regalos.
Bajé sonriendo las escaleras y todos juntos nos fuimos al árbol. ¡Estaba tan bonito lleno de paquetes de colores! Todo eran exclamaciones, besos…
-Patricia abre tu regalo, hija- la voz de mi padre me sustrajo de la nube en la que estaba flotando.

Cogí el paquete y rompí con todas mis fuerzas el papel. Eso a mis sobrinos les volvía locos de contentos. Y entre carcajadas, descubrí mi regalo: era una pequeña maleta preciosa. Dentro había una tarjeta “Para que la llenes de tus chismes más importantes”… La nota estaba manchada de Ketchup.

No he vuelto a comer hamburguesas; bueno, miento. Como una al año, el día de Nochebuena. Ahora me pillo cada dos por tres preguntándome “¿Esto es importante?” Y a lo que respondo que sí, lo aliño de unas gotas de magia, que no de Ketchup.




Despedida al año: Pilar Moreno Wallace

Recuerdo como eras cuando llegaste enjaretando días, blanco de experiencias y con equipaje: un hato de promesas y un exceso en sueños. Promediaba una sonrisa, para atemperar posibles frialdades y desengaños a tanta prosperidad, anunciada entre burbujas doradas. Una fanfarria de música y luces adormecía negros presagios. La juventud que traían tus recién estrenadas horas, haciendo olvidar la amenaza del tiempo, nos fue desgranando un calendario que nos regalaba grandes lunas y noches solitarias. Quedaban en silencio muchas de tus promesas y algunos secretos, cuando se iluminaron las húmedas canículas, coloreando blancos en brotes de verdor. Aroma de salitres y bosques acercó otras sesiones y adormeció desengaños …¡volví a sentir otra vez el frío!

Ahora, acabado el tiempo, me dejas las dudas. Recogeré los sueños no dormidos y me sentaré a verte partir…


Y vestiré de blanco en el Año Nuevo ... Cati Cobas



Y vestiré de blanco en Año Nuevo. Como si los sesenta septiembres que me esperan se convirtieran otra vez en quince años. Me vestiré de blanco por los ángeles, que en este tiempo presiento, más que nunca, sentados a mi vera. Me vestiré de blanco, en son de paz con la Vida con mayúsculas, y pediré, como siempre, muchas ganas de continuar la lucha y el ascenso.

Me vestiré de blanco en Año Nuevo, aunque María sea mi sino y no haya ni mar ni caracoles en esta Buenos Aires que me arropa. Porque quiero comenzar un tiempo nuevo, un tiempo que le gane al viejo tiempo conocido.

Me vestiré de blanco este diciembre, mientras espero retener de él la sabia alegría de lo cotidiano y el dulce regocijo de la labor cumplida.

Y pondré flores blancas en la mesa y velas, que devuelvan a los que se sienten en su torno, la dicha simple del mantel planchado y el cristalino repicar del cristal en mil campanas.

Espero, entonces, que esa alegría sencilla, la de la albura prístina, la que surge cuando es el corazón aquel que habla, mientras la razón se va a dormir de aburrimiento, nos envuelva, y permanezca para siempre entre nosotros.

Por eso buscaré, también, la mejor música para cuando comience el nuevo día. Porque quiero amanecer vivencias y alborozo.

Pero además, me vestiré de blanco, en son de gracias, y en prueba de que la luna llena sigue viva.

No quiero ya pensar mil nubes negras, porque todos sabemos que éstas vienen solas. Elijo cientos de estrellas tachonando el cielo y el horizonte rosa, aunque me cueste.

Por eso, digo, amigos: vistámonos de blanco, aunque nos amenacen las tormentas. Si mantenemos luminosa la mirada y el alma de blanco travestida, la mejor luz nos servirá de guía y mil caminos se abrirán ante nosotros.

¡Feliz Año Nuevo!

lunes, 29 de diciembre de 2008

¡Cómo pasa la vida ...! Ángeles Cantalapiedra


Me gustaba esa frase de doce meses, doce causas. A punto de arrancar la última página del calendario, hago un recorrido rápido de quien se va, pequeños fragmentos de rayos solares y jirones de nubes arrancados con el esfuerzo de la voluntad y sonrisas volcadas en cascada; no hay más remedio que sobrevivir a las pequeñas tragedias cotidianas si es que amas vivir.Doce deseos que lanzabas al son de las campanadas mientras tragabas las alegrías y las miserias del año que moría. Y, ahora, miras hacia tras y te preguntas, ¿qué fueron de tus doce causas en esos doces meses? Los más importantes sin duda se cumplieron; siempre pido lo mismo en riguroso orden de importancia. ¿Y los otros? Apenas los recuerdo…, serían sueños efímeros que quedarían en buenas intenciones o en sinsabores que no dejaron cicatriz. Quién sabe… La vida es un juego de luces y sombras, un tobogán de idas y venidas, un arco iris después de múltiples tormentas. Es la escarcha en un amanecer constante. Ése es el maravilloso misterio de la vida.Mientras espero esas doce nuevas campanadas en las que formularé uno a uno mis nuevos doce deseos, tecleo en un mini ordenador, del tamaño de un librito, que me trajo el gordinflón barbudo para que pueda seguir soñando historias cuando estoy lejos de una línea de ADSL y pienso en estas letras que tecleo en este momento. Aún no tengo conexión a Internet, éste será el paso siguiente, así que en la espera sólo estamos las palabras, los copos de nieve que vuelven a blanquear mis tejados y yo con el deseo perpetuo de seguir contando cómo pasa la vida.
¡Feliz 2009, amigos!

Navidad: Ángeles Cantalapiedra


Entre otras muchas cosas, la navidad sirve, además de para gastar lo que no tienes como a muchos les gusta recordar, y parece que el significado de esa palabra sea ése, consumo, sirve para renovar afectos. Se abren las puertas de los sentimientos y acampan a sus anchas durante estos días. Abrazos, besos, sonrisas, viejas rencillas… Todo aflora. Se renueva, se reinventa, se olvida y te abrazas a una palabra que cada uno interpreta como puede.Sí, hablo de AMOR, yo lo pongo con mayúsculas porque para mí es el verdadero rey, el motor de nuestras vidas.
Ayer, un día “horribilis”, no me tocó la lotería y me pusieron la flor del espino en mis ruedas para que se pincharan del todo y, sin embargo, disfruté del amor en una doble vertiente. Por una parte me abracé a dos amigos de esas veces que te fundes en ellos. Mi nariz husmeó en su esencia y mis ojos se miraron en los suyos; supe que era afortunada de tener a mi lado a un ángel y a un diablillo con alas.
Por otro lado, mientras los estaba esperando en un bar, mi ojo izquierdo observaba a una pareja que se frotaba uno contra el otro de una manera tierna aunque insistente. Sus manos iban y venían y mi ojo izquierdo llamando al derecho para tener una visión completa, pero yo que a veces soy discreta, no siempre, me resistía a mirar de frente y romper su mundo de burbujas chispeantes. Fijaros si se dan cuenta que una mirona está delante de ellos con la boca abierta… No me parecía correcto, así que dije a mi ojo izquierdo que me siguiera contando.
Sus manos dejaron de girar sobre sus cuerpos y dieron paso a la palabra. Mi oreja izquierda rápidamente se puso en funcionamiento “Yo te quiero igual, me pareces maravilloso y van a se diez días nada más y volveremos a estar juntos, ya verás… Qué guapo eres”… Mis sensores me gritaban “vuélvete”, pero no hizo falta. Alguien me tocó mi brazo izquierdo y me dijo “¿Tienes fuego por favor” Era la misma voz que unos segundos antes declaraba amor con mayúsculas. Me puse tan nerviosa que se me cayó al suelo el mechero, el tabaco. Me agaché y junto a mí lo hizo otra persona. Nos miramos, nos sonreímos y comprobé la deformidad de quien me sonreía. Le faltaba una manita, era tuerto y un trocito de su cara estaba quemado. Cuando nos incorporamos vi a la chica. De verdad, hacía mucho tiempo que no veía tanto amor en unos ojos… Entonces recordé que para el amor hay algo más grande que la belleza externa. Son los ríos de tinta que fluyen para que sintamos, lloremos, riamos, amemos; lo demás no importa.Después, llegaron mis amigos y entró un niño marroquí con una pandereta cantando un villancico.
Una vez más, supe que para mí eso es la navidad.
Hoy hace veintitrés años que volví a nacer. El niño Dios me quiso llevar con él y al final me dejó en tierra junto a un hermoso bebé metido en una incubadora. Sus manos y pies aún estaban casi sin hacer. El tiempo le ha convertido en un tío cachas. Se llama Ignacio y es mi hijo.
¡Feliz navidad, amigos!

domingo, 28 de diciembre de 2008

El cuenquito de leche: Manuel Cubero

Publications International, Ltd.


Era una de las noches más frías de aquel riguroso invierno que sembraba de escarcha los campos de Belén. Arriba, la Luna daba vida a unos prados que centelleaban convirtiendo sus gotitas de rocío en infinitos y minúsculos luceros. Era como si el cielo hubiese encontrado en la Tierra un hermano gemelo plagado de pequeñas y titilantes estrellas.
En su corta vida, Benjamín no recordaba una noche tan bella y cruda como aquella.
“Si mi madre estuviese conmigo”, pensaba…
Era un recuerdo perdido entre los pliegues del tiempo pasado. Hacía un año que su madre se marchó al cielo. Su padre, pastor como él, perdió la vida, meses después, defendiendo el rebaño contra unos ladrones que lo atacaron de noche y destruyeron los dos tesoros que le quedaban: su padre y el sueño de poder convertir aquella punta de animales en un hermoso rebaño.
Acompañado de su perro pastor, Benjamín, sólo y sin medios de subsistencia, se dedicó a lo único que podía hacer: vivir de la caridad ajena. Un portal, cercano al templo de Jerusalén, acogía su cuerpecillo en las eternas y solitarias noches hasta que un día lo encontró Lázaro, un antiguo conocido de su padre. Éste sintió piedad de él y lo acogió en su casa.
Así fue como nuestro amiguito encontró un modesto cobijo, un poco de comida y algo de ropa con que abrigar su cuerpo. Benjamín, que había vivido humildemente desde pequeño, no pedía más. Sabiendo que en aquel hogar había un rinconcito para él, se sentía tan feliz que sólo añoraba los besos de su madre. Alguna vez, sentado a la sombra de un sicomoro, revivía la cálida mano del padre apoyada en su hombro mientras contemplaban su ganado pastar bajo el radiante sol de Judea.
Aquella noche, el frío, que penetraba en lo más hondo de su cuerpecito, caló hasta los rotos huesos de su pierna. Desvelado por el dolor, recordaba el día en que cayó desde la rama de un almendro al que había subido a coger algunas almendras para un primito que había ido de visita a casa. Desde entonces, padecía una leve cojera que se hacía más patente cuando el frío arreciaba. Ensimismado en estos pensamientos, su mirada se perdía entre las gélidas estrellas que, desde el firmamento, vigilaban su descanso. Entonces, una de ellas comenzó a cantar para el niño la más maravillosa melodía que jamás había oído.
Se irguió un momento asombrado por aquel extraño fenómeno. Creyendo que soñaba, se frotó los ojos y, sin prestarle más atención, se arrebujó en la manta intentando olvidar las molestias de su pierna.
La Luna era una gran bandeja de plata que recorría lentamente su camino acompañada por las mínimas estrellitas que se arrastraban sobre las praderas. Mientras el viento soplaba suave y delicadamente sobre los arbustos que picoteaban la pradera, la misteriosa melodía seguía llegando con sus cadenciosos sones desde los rincones más ocultos.
De nuevo Benjamín volvió a incorporarse. Subyugado por aquellos cadenciosos sonidos comprendió que algo extraordinario estaba sucediendo. Se levantó lentamente y su mirada se perdió muy lejos, allí donde la Luna comenzaba a esconderse tras la línea del horizonte. En aquel momento, la noche se iluminó gracias a una estrella que, acentuando su brillo, dejó escapar tras de sí una hermosa cola multicolor. Instantes después, la estrella se posó sobre una humilde casita apenas dibujada en la distancia.
Atraídas por tan extraño fenómeno, las ovejas emprendieron alocada carrera en pos de aquella luz que rompía la noche en mil colores. Intrigado, el muchacho ordenó al perro reunir al ganado y, desafiando al frío de la noche, emprendieron una alegre marcha hacia el lugar indicado por la estrella.
Comenzó a clarear el día. La estrella continuaba inmóvil. Bajo ella, un establo tenuemente iluminado atraía con una fuerza irresistible a su ganado. Cuando se acercaron, el muchacho observó cómo una mula y un buey, abrigando la entrada, parecían proteger el establo del frío que reinaba en el exterior. Dentro se encontraba una joven que, acompañada de su esposo, acunaba a un niño recién nacido.
Benjamín se acercó a ellos. Detuvo su mirada en el plácido rostro del niñito, luego se aproximó al fuego y vio que allí reposaba una olla vacía. En silencio, fue hasta una de las ovejas que acababa de parir, la ordeñó llenando un cuenco de leche, se acercó a la mamá del niño y, delicadamente, lo depositó en sus manos:
-Es para el niño. Tendrá hambre ¿verdad?
Por toda respuesta, la señora depositó un dulce beso en el rostro de Benjamín.
Aquel beso tenía tanto sabor a madre, que Benjamín se sintió el niño más feliz de la tierra. Momentos después, el niño reunió de nuevo el rebaño y emprendió la vuelta hacia sus pastos. Era tal la alegría que inundaba su corazón que el regreso se hizo cortísimo. Perro, ovejas y pastor, corrían y saltaban llenos de felicidad. Poco antes de llegar a casa encontraron a Lázaro que, preocupado por la tardanza del niño, había salido a su encuentro. El amo lo miró fijamente y, abrazándolo, preguntó:-¿Qué te ha pasado en la pierna? Ya no cojeas...


sábado, 27 de diciembre de 2008

No me duele decirte adios: Pilar Moreno Wallace

No me duele decirte adiós para compensar futuros que perdieron la palabra. No me cuesta desprenderme de ti y de esos momentos en que me abandonó la fe deshojando lo voluble de tu carácter. Sólo unos pasos más y un almanaque vencido harán que seas igual a una historia repetida, con un sabor amargo y hasta cruel en la imagen que han dejado tus pasos en el tiempo. La realidad es aún más: un exceso a cercenadas madrugadas, miradas sin luz, y un sinfín de violencias y odios en el hombre que no quiere aceptar la agonía de una tierra en tránsito, y sigue velando lunas caprichosas. El resto se esfuerza en descomponer azules en sombras y delirios.

Se te va la vida, y no lo voy a sentir mientras sigamos en este simulacro del Edén: un jardín de abrojos donde te volveré a ver con otro nombre y los mísmos días.



En el patio; crónica Navideña: Cati Cobas


La culpa la tuvo el patio. El patio antiguo y generoso de la casa de mis suegros me ha hecho tener ganas de escribirles esta crónica. Anoche, cuando brindamos alrededor de la mesa larga, bendiciéndonos en la llegada de Jesús, con alegría, comenzaron a pasar por mi corazón tantas imágenes, tantas voces, tantos sabores irrepetibles que no pude evitar convertirlos en palabras. Desde las historias de dolor y guerra de la abuela armenia de mi cuñado Pablo, a las ensaimadas que mi papá horneaba en esa fecha, de los dulces deliciosos de la abuela Ángel, a las bromas de don Carmelo, mi suegro, poniendo siempre una nota alegre en sus palabras infaltables, pasando por la voz del tío Arturo o las risas de “las chicas”, mis sobrinas, que ahora se han convertido en mujeres hechas y derechas. ¿Pero por qué estas reflexiones melancólicas, si anoche el patio nos encontró juntos, como treinta y pico de años atrás? Es cierto que algunos ya no están entre nosotros, pero sí su recuerdo vivo, en ese sitio que ve pasar cada año nuestras esperanzas y nuestros miedos. Si en un rincón se podía adivinar a Don Artín y sus bigotes, sentado allá, junto a papá y mi suegro. Y saliendo de la cocina, a mi suegra Juanita y mi mamá en su plenitud, riendo juntas, jóvenes y liberadas de vejez y achaques que las maltraen en el hoy. El patio también sonreía contemplando a nuestros hijos, con sus logros y sus desafíos a la vida y a la pequeña Carmela, deslumbrada con Papá Noel y los regalos. ¡Bendito patio! Toda una vida desplegada, Nochebuena a Nochebuena entre sus muros.

Nunca le daré a ese lugar tan especial las gracias suficientes porque esta celebración no era, en los cincuenta, mi celebración preferida. ¿A qué negarlo?
La mallorquina promesa de los Reyes Magos en esta Buenos Aires calurosa hacía que el 24 de diciembre me preguntara por qué Papá Noel visitaba la casa de mis vecinas, dejándome en sus árboles lindos regalos pero delegando la tarea en mi propia casa para Melchor, Gaspar y Baltasar que sí nos visitaban puntualmente el 6 de enero.

Al entredicho con el anciano de la chaqueta roja y el armiño, se sumaba, para aumentar mi desconsuelo, el hecho de que muchas Nochebuenas éramos solamente mis padres y abuelos y esta servidora, los sentados a la mesa, aguardando a que naciera el “Bon Jesus”, que así lo llamaba la abuela Isabel, en confianza, mientras yo, su nieta, soñaba con esas mesas largas, de película, con mucha familia reunida, muchos primos y tíos y alboroto.

Todo esto cambió el día de mi boda y un poquito antes también. Y reconozco que es una de las ventajas indudables que tiene para mí el permanecer casada, aunque los lectores colijan que el champagne de anoche es responsable de este desvarío.

Es que ahora que he recuperado mis raíces puedo vivir ese patio con mayor alegría que hasta ahora. Porque puedo elegirlo como lugar para recibir al Niño y como símbolo de los valores que sostienen la familia.


El patio ha conocido sinsabores, enojos y contrariedades, celebraciones y alegrías, muerte, enfermedad y tantas cosas, pero sigue ahí, envolviéndonos, y mientras podamos abrazarnos en él y desearnos suerte, la verdadera esencia de la Navidad continuará fortaleciéndonos por muchos vendavales que traten de soplar en la distancia…

¡Feliz Navidad!



sábado, 20 de diciembre de 2008

El cuadernillo: Ángeles Cantalapieddra


Recuerdo aquel año en que celebramos a nivel mundial, nada menos, todos los países al unísono, con zambombas, panderetas, ritos ancestrales, costumbres típicas de cada país y miles y miles de fuegos artificiales la entrada en un nuevo siglo.
La verdad es que yo no había celebrado nunca una entrada de siglo, pero aquel veintiuno era rechazado por mi subconsciente; no me gustaba. Yo seguía anclado en el diecinueve y no porque lo hubiera vivido ya que en aquel momento aún no había nacido a mi presente. Sin embargo, muy en el fondo de mi ser tenía una querencia muy grande hacia aquel siglo. La década me daba igual, cualquiera me valía; todas me gustaban.
Cuando ya la madre naturaleza creyó conveniente que naciera, salí al mundo, pero al comenzar a ver la época que calzaban mis pies tampoco me atrajo porque encontraba mucho más interesante bien los principios del S. XX, o la década de los cuarenta, pero los sesenta ni con el mayo del sesenta y ocho; me encontraba totalmente desubicado.
Un buen día, parado en una acera mientras contemplaba el resurgir de las manifestaciones, se acercó un fulano que me ofreció un cigarrillo. Ambos fumamos en silencio, ni siquiera nos habíamos mirado a la cara, no hacía falta, con los gestos era suficiente aunque intuía que era un anciano. ¿Por qué? Quizá me funcionó en aquel momento el sexto sentido. Al cabo de un rato el hombre desapareció y al volverme para buscar su rastro, encontré, justo en el lugar donde él había estado un cuadernillo; me agaché a recogerlo. Sin mirarlo, lo guardé en el bolsillo y me fui para casa.
Las calles estaban igualmente atestadas de gente lejos de los manifestantes. La navidad no gustará, pero las personas se tiran al asfalto a quedarse, seguramente, sordos para no escuchar los bramidos de su corazón. A duras penas, entre empujones, llegué a casa y una vez que me preparé un coñac, me senté en el sillón a contemplar el cuadernillo del desconocido. Me quedé un buen rato parado disfrutando del momento. Abajo, en la calle, se oía el repique de trompetas vociferando “Feliz año nuevo”. Miré el reloj, me sentía muy cansado; el tiempo se iba acabando como la llama de una vela, apenas un suspiro y volveríamos al rito de siempre: morir para nacer después.
Al fin, decidí abrir la primera hoja con la curiosidad a flor de piel, pensando, preguntándome qué misterios guardarían aquellas hojas. Sin embargo, de repente, me vino la necesidad de levantarme e ir a la nevera a por algo que meterme en el estómago. Abrí la portezuela y pillé lo primero que encontré: un recipiente con uvas; volví a mi asiento.
Leí la primera hoja mientras engullía una uva y después otra y otra, así hasta doce, justo en el momento en que la habitación se iluminaba de colores y se oía el repique de multitud de campanas. Sentí, entonces que acababa de nacer un año nuevo, yo mismo. Contemplé mis manos; ya no tenían arrugas, parecían las de un bebé. En el suelo yacían mis gafas; no las necesitaba, veía perfectamente. Ilusionado, lleno de vitalidad, emergiendo a un mundo nuevo. Me eché a reír, no cabía duda de que la vida, una vez más, se regeneraba y llegaba apretándome las ansias de saber, avanzar, cumplir mis sueños.
Volví a mirar el cuadernillo y me sorprendió comprobar que las hojas estaban vacías, no había nada. Un impulso extraño me hizo coger un lápiz, siempre escribía con lápiz para así borrar si me equivocaba y darme una nueva oportunidad de rehacer el camino, y me dispuse a escribir en la primera hoja lo siguiente:
“Los sentimientos tienen nombre de palabra y las palabras sirven para poner nombre a los sentimientos…” Ahí paré y obedeciendo a una tentación, me incorporé y me dirigí al espejo del cuarto de baño. Por más que mirara, allí no encontraba ningún ser, ninguna persona… Fue entonces cuando me di cuenta de quién era verdaderamente.Sorprendido ante el hallazgo, me arropé con mis escasas y recién estrenadas vivencias y salí al mundo. De nada servía que renegara del tiempo que me tocaba vivir, ni el siglo que debía beber; yo mismo era el año nuevo que acaba de nacer… una vez más.

Juez por un día (relato de navidad): Carmen Amaralis




El arbolito en el centro del gran salón, cargado de adornos y de lucecitas de colores, me llenaba de melancolía. Después de un rato contemplando el espectáculo no sabía si llorar o reírme a carcajadas. Era todo tan especialmente impactante, tan diferente a lo que conozco. El salón estaba repleto de gente de todos colores, y todas las complicaciones de vida que puede retorcerle la existencia a más fuerte. Y los que lo tienen todo, menos quizás tanto amor, decidieron agrupar para esa fiesta a más de veinte familias en supuestas desgracias.

No sé porque me presté para ese asunto, sería la juez que determinara quien ganaba o quien perdía. Pero ganar o perder, para mis cavilaciones íntimas, representaba hacer o no hacer el ridículo.

A los veinte niñitos de las familias invitadas los sentaron en semicírculo en la fila frente a la tarima. Allí estaba representada La Santa familia con María, José, pastores y un niñito encarnado que chillaba amargamente por el picor de las pajas del la cuna improvisada con yerba y cadillos del matorral más cercano. Como sacados de un cuadro surrealista, también estaban Santa Claus con su enorme barba de cabello de poliéster blanco y varios payasos con unos trajes de intensos colores y unas caras regordetas que chorreaban pinturas de acrílico como lágrimas del más allá.

Eran niños discapacitados, muchos con espina bífida, o con hidrocefalia, o sin piernas o sin brazos, o tal vez con algún problema neurológico, pues pude observar como una nenita de alrededor de siete años de edad se trataba de arrancar el cabello, mientras reía con una mueca pintada en su rostro ingenuo y hermoso.

Los payasos comenzaron con el espectáculo de magias, bailes, saltos, gritos y de todo lo que pudiera mantener la atención de ese público que reía a carcajadas contra todas las posibles predicciones de los que tienen las cabezas exactas, las extremidades exactas, el cordón espinal bien puesto y no les falta un solo dedo de los pies o de las manos. Los niños reían y reían, los padre reían y reían, los camarógrafos y fotógrafos hacían de las suyas retratando aquel espectáculo que a mí me comenzaba a destrozar en pedazos.

No, pero resistí. Sí, resistí al ver el brillo en los ojos de las madres y los padres al contemplar sus hijos reír, gozar, recibir regalos, dulces, o verlos cantar en los brazos de algunos de los payasos, Contemplé a una madre derrabar lágrimas de emoción cuando María, la madre de Dios, tomó en su regazo a su hijita sin brazos, olvidándose por un rato del Jesús gritando en el pesebre por la picazón de las pajas.

Llegado el momento comenzó la competencia entre padres y madres. Las madres a un lado, los padres al otro y en el medio uno de los payasos los puso a competir, a correr en sacos, a bailar la Bamba, a caminar con huevos en la cabeza. Aquello era como para morirse de la risa, los niños gritaban celebrando, aplaudiendo, llamando a sus padres, brincaban en las sillas, se movían para todos lados en sus sillones de rueda. Y yo no podía descuidarme ni un solo segundo, tendría que decidir quienes ganaban, cuales corrían más rápido con los pies atados, a cual se la caía el huevo primero, quien movía mejor las caderas al ritmo de la rumba. Todo en torbellino.

No había duda, las madres arrebataron todos los premios, los padres no lograron terminar nada a tiempo. Y sentí como las madres superaban el dolor de haber parido hijos enfermos, hijos incompletos, hijos adorables.

Y no pude estar allí sin dar gracias a la vida, sin reír y llorar al mismo tiempo, y esta mañana por primera vez le di gracias a Dios por permitirme el privilegio de ser juez por un día. Ahora reconozco cuanto me falta.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Humanidad: Cati Cobas

(Foto:sobreturismo.es)


Treinta y ocho grados a la sombra son muchos grados para terminar el año. Así amaneció Buenos Aires el 31 de diciembre último.

Tal vez por eso las calles de Parque Chacabuco han amanecido casi desiertas, como si todos los vecinos hubieran agotado las pilas para Navidad y no quedara “resto” para celebrar el Año Nuevo. No obstante, tengo que comprar algunos regalitos para quienes vendrán a visitarnos el primer día del 2008.

Rostro a rostro voy destapando humanidades mientras me invade la impresión de que el cansancio desnuda mejor las almas o me pone a mí con una capacidad diferente para sentir su esencia.

Aquí, el tendero que mira con desesperación toda la mercadería que no ha podido vender hasta el momento. Sus ojos pasean por la ropa que comienza a verse ajada al ritmo del calor inaguantable. Su voz se dirige a la empleada con un tono casi rústico. Y la muchacha calla, sabiendo que no hay otro remedio más que ése: el del silencio para seguir llevando unos pocos pesos que sirvan para dar de comer a los pichones.

Más allá, el carnicero se trenza en una charla informal con su clienta mientras vuelca en el mostrador la vaca entera, que contribuirá a llenar el aire de mi barrio con un olor a asado delirante. Se lo ve satisfecho: las heladeras están casi vacías. Él conoce su oficio y sabe que la carne tierna siempre tendrá dueño. Toma un almanaque autoadhesivo y lo entrega a la mujer con gesto cordial de bienvenida para la próxima compra en el siguiente año.

Mientras tanto, la florista brasileña tiñe de perfumes densos la esquina de Asamblea y Centenera. Se ha vestido de blanco riguroso, como para honrar en nuestro río marrón la tradición de su tierra, y arrojar los pétalos de sus flores en honor a Iemanjá, la "orixá" protectora de los océanos.

Un poco más adelante me topo con el frutero peruano que hace lo imposible por seducir a una preciosa y jovencísima muchacha. No debe querer pasar solo el fin de año, pienso, y le dirijo una sonrisa comprensiva.

Cuando llego a la mesita de la uruguaya que vende collares en la puerta de la panadería ya me siento plena de la humanidad que me rodea, y eso hace que la mire con doble ternura y no le regatee un cobre de aquello que le compro. Nos miramos hondo, como si pudiéramos leernos los dolores. ¡Feliz Año!, le digo y ella me responde del mismo modo sin mediar otra palabra pero habiendo leído nuestras vidas en esas dos que nos dijimos.

Ya mis farmacéuticos, dos hermanos cercanos a las siete décadas, buena gente por donde se la mire a pesar de su aire siempre contrariado, se aprestan a cerrar. “Esta tarde no quedarán ni los perros en la calle, señora”, me dice el más formal, refunfuñando, como siempre, detrás de sus bigotes anticuados. ¡Buen Año! Es el deseo mutuo. Cierro la puerta pensando cuánto bien reparten desde su pequeño reducto, que hace las veces de sala de primeros auxilios improvisada en nuestro barrio.

Podría seguir por mucho tiempo desgajando humanidades vecinales. Pero baste con estas que les he contado para que sepan cómo es un 31 de diciembre por aquí, con 38 grados a la sombra.

Al pasar por la inmobiliaria del amigo Alberto encuentro a su tía barriendo la vereda. Este año ha muerto su hermano...¿Qué le digo?
Rompiendo las distancias, me permito mirarla a los ojos que ya brillan, y la abrazo fuerte diciéndole al oído: “Sé que este no ha sido el mejor año para usted, ¿verdad?”
La tía de Alberto me responde estrechándome más fuerte, como si fuésemos de la familia para retomar de inmediato la compostura aferrándose al mango de la escoba mientras yo continúo mi camino, compenetrada de su pena.

Ya casi llego a casa. ¿Quién me manda no hacer callo a casi mis sesenta abriles? El próximo año practicaré la indiferencia, de ese modo todo será más fácil, me digo, sabiendo que no lo lograré nunca.

Mientras tanto, me acerco al Niño Jesús de mi pesebre y después de trescientos sesenta y cuatro días de silencio, intento mi primera y última plegaria del año 2007.

Cati Cobas

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Ghosts of Christmas: Pilar Moreno Wallace


El espíritu de la Navidad


Charles Dickens está de nuevo aquí, envuelto en el olor del ponche y las castañas asadas, y yo vuelvo a dejarme conquistar por ese aire inglés de Navidad que llega con su visita. La nieve este año es real, y al calor de la fogatas encendidas en las calles se acercan los personajes creados por él, entre temblorosas luces, árboles de Navidad, y casas restauradas de la época. No sólo en las calles, sino a través de ventanas y puertas abiertas entras en el ambiente romántico y lleno de contrastes del siglo XIX.

Esta vez quiero alcanzar el tiempo y retroceder, cruzar esa línea que separa lo verdadero de lo imaginado en sus cuentos, vivir en el presente las historias de los libros. Me veo avanzando por esas calles anfitrionas de la ciudad. Hace frío. Copos de nieve dan el toque blanco al color en las mejillas de la gente. Pronto me encuentro rodeada de una abrigada multitud, deseosa igual que yo de conocer a los verdaderos protagonistas del día: vendedores de periódicos, deshollinadores, huérfanos desharrapados, mendigos y locos, rateros, niños a los que ofrecen en venta. En el recorrido también me cruzo con damas elegantes y caballeros con sombreros de copa. Más adelante me enfrento a un grupo de exaltadas señoras que exigen el derecho a voto, mientras vendedores muestran sus mercancías y un muchachito anuncia las noticias del periódico que ofrece.Tengo un encuentro con Ebenezer Scrooge tan desagradable como siempre, con la pequeña Dorrit, con el distinguido señor Pickwick. A Oliver no hay quien lo pueda coger, y David Copperfield muestra el buen carácter que nos contaba Peggotty. En una esquina un contador de cuentos entretiene a un grupo de curiosos, y hay un momento de confusión cuando atisbamos a la reina Victoria a través de los cristales de una carroza.

El aire frío trae cerca las notas de un coro que canta a la Navidad mientras el día cuenta tenaz las horas. Voy pasando de un libro a otro recogiendo cada una de las historias. Los personajes se muestran cansados y se hacen reales, toman propias decisiones, manifiestan sus derechos. Se han hecho noticia que atrae a miles de visitantes para asistir a esta cita cada año, y así saben que volverán a copiar la moda de entonces, a airear los disfraces, a desempolvar sombreros, y ensayarán canciones y textos para dialogar. Así cuando el rumor de la ciudad vuelve a sus actuales dimensiones, los protagonistas del día regresan al silencio de las letras. Allí dormirán el sueño reparador que los harán tan apetecibles, tan deseados como cada año.

Calendario mensual en soneto: Ernesto

Con vestido de alba, Enero se presenta
y Febrero jocoso le sigue disfrazado.
Tras ellos viene Marzo, lluvioso y agitado.
Y Abril, festivo heraldo, expulsa la placent
de primavera alegre que Mayo emparamenta
de color y de flores en campo jaquelado.
Y ya aparece Junio con fuego acrisolado,
Y Julio que, en las playas, el calor alimenta.

Cuando irrumpe un Agosto, asesino de mieses,
Dejando que Septiembre suavice los ardores;
Para que llegue Octubre, acerrojando ferias.

Noviembre que a los muertos, presenta sus honores.
Y cerrando, Diciembre, que cuenta doce meses.
Y festeja las Pascuas propias de las Hesperias.


lunes, 15 de diciembre de 2008

En Navidad: Rosa M. Arroyo


Lo leo cada año desde que lo escribiera... por si se me olvidara, aunque nunca pasa.
Hoy se lo dedico a Eva con todo cariño, por su prosa Navidad sin ti ("...y te busco en el brillo de cada estrella...")
-*-*-*-*-*-*-*-

Hay un agujero de abismo en los brillos de fuegos artificiales que estallan en el cielo. Derraman sonrisas sobre lágrimas que reblandecen el turrón, intentando evitar ojos espías, sabedores de intimidades. Me obligan a verlos, allá arriba, al reventar en el silencio el golpe seco que los anuncia. ¡Son tantos esta noche!...Y contemplo, en el cielo helado, el recuerdo de tambores y dulzainas; y en ese estallido de coloridas estrellas nuevas, cómo brota de la sima más oscura la luz de una mirada, ya para siempre perpetua,... como si campanillas efímeras tocaran con calor en los fondos húmedos y repletos de ausencia, agrandada en estos días por el mazapán.Hay un roto en la Noche de Luz, pero alguien más grande que yo pone hilo y aguja en mis manos, para cerrar la grieta, y formar, con mi costra salina, destellos de plata que transformen las notas calladas y tristes en recuerdo de alegría. (25-12-04)

-*-*-*-*-*-

Este año, también, como todos los demás desde que se fue a otro rincón de los días.

domingo, 14 de diciembre de 2008

La Navidad sin ti: Eva



(Para ti que te has ido aunque siempre vives en mi corazón)

Descubríamos y gozábamos, asombrados y deslumbrados, las luces suspendidas en el aire navideño.
Alientos de travesuras retoñaban en nuestros rostros confiados. Cada farolillo; un deseo, un sueño y nuestros palpitares, en penitente concordancia, invocaban adoración pura e infinita, serena y rendida, calmosa y templada. La ternura hilvana siempre en blanco las inmaculadas emociones.
Encarábamos dichosos el año en su despuntar.
Alborotábamos, armónicos y cómplices, al compás de estribillos de epifanías. Navidades al son del tamborilero.
Retábamos, con esperanzas renovadas, las primicias que prometían y auguraban épocas venideras. Trescientos sesenta y cinco días de dilación para peticionar y evocar, apresados de remozados desvaríos, la luminaria de los ensueños y las quimeras.
Han pasado los años y se jactaron de nosotros los aletargados espejismos y delirios. Se apagaron, en un instante, los quinqués de guirnaldas verdes que reflectaban tus ilusiones y las mías.
Murió la navidad como mueres en penas cuando careces de alegrías y dichas.
Ya no estas, y todos los instantes amanecen en ofrendas y homenajes de años nuevos con candelas que despuntan al alba y se cohíben con cada poniente.
Hoy administro tu soledad, la que marca la ausencia de tu amor, en el pálpito de hallarme otra vez en tu sonrisa, en tu cariño, en tu abrazo y te busco en el brillo de cada estrella, en el guiño tintineante y parpadeante de las luces que preceden al tiempo de las esperas, a las estaciones de la esperanza.
Quizá entonces… tenaces y perdurables… retornen las nochebuenas.

sábado, 13 de diciembre de 2008

El brindis: Lola Bertrand


Está llegando a su final mi primer año cerca de ti, por eso, sentada en esta mesa de transparentes azules, alzo mi copa, llena del agua de vida que tú le pusiste.
Brindo por el roce impreciso que tus ojos dejaron en mi piel; por tu voz que se hunde en mis entrañas como un exquisito veneno. Brindo por esas burbujas de luz que has logrado introducir en mis noches; por los abrazos entre líneas que han desatado un torrente de deseos en mi sangre…
Porque has conseguido detener el reloj, justo antes de que dieran las doce campanadas de oscuridad.
Y sentada en esta silla de días, soy feliz, a pesar de los trescientos sesenta y cinco escalones de distancia que nos separan; a pesar de los trayectos dispares de nuestros futuros: donde yo pongo mis pies, ya han estado los tuyos miles de veces, hay huellas de arena en ellos que no deseo borrar.
Y sin embargo, en este brindis, nuestras bocas rozan el mismo círculo del cristal, y estás tan cerca en tu lejanía, que no puedo dejar de amarte.
Un eco rompe el aire de la monotonía, se diluyen en el aire doce medidas de tiempo.
Una, dos, tres: alzo mi copa y te tomo.
Cuatro, cinco, seis: te deslizas sinuoso por el tobogán de mis pupilas.
Siete, ocho, nueve: dentro de la curva de tu noche, están mis caricias.
Diez, once, y doce: ¡te siento entero!
A través de los ojos de la luna, se me escapa una lágrima roja,
y yo trazo, en mi cuerpo, un poema ,en el surco abstracto que dejó su sal.
¡Brindo por ti y por mí!, desfragmentados en burbujas de cristalino mar, tan sólo ansío que con tu aliento roces el perfil de mis días…

viernes, 12 de diciembre de 2008

Fin de Año: Álvaro Morales

*******

La mañana ofrecía en su camino
que conducía el tiempo ya en declive,
un dulce trémolo de notas
que al rozar cada minuto con las horas
parecían entonar una escala
que acercaba más la distancia.

Su linde no era aún visible a la mirada,
el despertar de la tarde
se ha olvidado del sueño de la noche
que acabará con el secreto del alba.

Como columnas desfilan las horas,
el sol del nuevo año
no ha dado la inesperada luz
en medio del ruido laico.

Una voz valiente de noctámbulos,
han declamado vocablos
en la violeta madrugada,
que hasta este día es capaz de hacerse el último día…

jueves, 11 de diciembre de 2008

Un duende en mis dedos: Maria Ángeles Cantalapiedra


Mis manos son calendarios incitando a las yemas de sus dedos a que deshojen mes a mes el transcurrir de la vida en cada una de sus estaciones.
Ellos, mis dedos, se cubren de hierba, se tuestan al sol, se marchitan en sus propias esencias y terminan caminando bajo la niebla que empapa su alma de duende.
Ahora, cuando sólo faltan días para que doce campanadas pongan fin a su rosario, peregrino en silencio, jocoso en sus amanecidas, recuentan sus haberes en el fondo de su despensa. Almacén de sentimientos donde nada cae al azar. Cada sensación en el lugar que la corresponde, hasta en la balda de las ausencias, ellos, mis dedos, guardan el sabor agridulce de una decepción, ese poso amargo que sin él no sabrían lo que es el rocío en una mañana de primavera.
Y así, mis dedos van envejeciendo con el calor de la batalla en cada una de sus estaciones. A veces galopan ensortijando al aire de sus duelos, otras, trotan templados mientras mayo se desmaya ante sus pies y las sonrisas envuelven sus amores. Cuando llueve siguen caminando sobre las nubes y también, a veces, se bañan en sus lágrimas para resurgir más limpios, continuar hacia el otoño y, más tarde, ahora, bailar bajo la nieve que cae a borbotones en un fin de año cualquiera.
¿Qué digo cualquiera? Nada es igual y todo es distinto. Termina un año y ellos, mis dedos, están en barbecho, durmiendo sus ángeles, descansando las alas con las que volarás un nuevo año, si Dios quiere…, como diría un castellano viejo.

El año nuevo (Memorias): Carmen Amaralis

No es concebible escuchar las doce campanadas sin que el vozarrón de mi Tío Nano resurja, resuene y retumbe en las paredes de los muros del jardín. Allí, en medio de los primos y tíos, en medio de mami y papi, justo en medio de las pascuas doblemente floridas se paraba y entonaba a todo Pulmón - Granaaaaaadaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa, tierra soñada por miiiiiiiiiiiiiiiiiiii, mi cantar se vuelve gitano cuando es para tiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii, mi cantaaaaaaaaaaaaaaaaaarrrr, hecho de fantasía, mi cantaaaaaaarrrrrrrrrrrrrrrr, flor de melancolíaaaaaaaa, que yo te veeeeeeeeeeeeeeeeeengo a daaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaar… Yo le admiraba, le adoraba, le quería, y todos le aplaudíamos con un extraño frenesí, luego los abrazos, las bendiciones, los petardos y las luces de Bengala iluminando para recibir el Año Nuevo.

La noche de Año Nuevo entonces era reunión de familia, mucha, mucha familia. Llegaban los tíos de Nueva York, siempre con aquellos gabanes de inviernos friiiiiiiiiiiiiiios. Insistían en usarlos, sin tomar en cuenta que acá en Puerto Rico diciembre es fresco, sabroso, suave y azul. Les daba estatus, decían. Yo nunca entendí ese sacrificio de sudar la gota gorda solo por exhibir estatus. También llegaban los primos de San Juan alardeando de sus títulos universitarios. Yo quería parecerme a ellos.

Y justo a las doce, y como por arte de magia, aparecía mami por la puerta de la cocina balanceándose con dos bandejas llenitas de copitas de Vermuth Cinzzano. Y haciendo una imitación caricaturesca del vozarrón de Tío Nano, cantaba - Sin Cinzzano noooooooo, sin Cinzzano, no, no, nooooooooooooooooooo…
La algarabía llenaba nuestro espacio y nuestras almas. Nos sentíamos más primos y tíos que nunca. El amor familiar flotaba entre las palmas y las pascuas, y una sensación de plenitud invadía todos los corazones, bajo las estrellas tintineantes.

El Año Nuevo llegaba y no había duda de que éramos una familia feliz, lista para lo que este trajera.

Ya tío Nano partió para la Alhambra del Cielo, pero aún su “Granada” flota en el ambiente al sonar las doce campanadas, y no hay duda, no, que la esperanza invade las miradas de los que aún quedamos para celebrarlo.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Sonetos para cuatro estaciones: Socorro Mármol


Hay tardes aún desnudas temblando enredaderas
tardes que en los almendros ajustan sus retales
tardes ajetreadas en ruecas vegetales
tardes que anidan tornas de aves hilanderas.

Hay tardes sofocadas en ásperas veredas
tardes que aún sestean sudores cereales
tardes casi epidérmicas de sol y de zorzales
tardes que no se acaban. Crepúsculos de cera.

Hay tardes de nostalgia colgándose marfiles
tardes como un destierro de umbrosas golondrinas
tardes que desdibujan sus prófugos perfiles.

Hay tardes embebidas en gélidos buriles
tardes desabrigadas pidiendo en las esquinas
tardes crudas que añoran bullicios infantiles.

2008: José Álvarez (Atho)


El dos mil ocho se va sin ruido.
Como globo que arrastra el viento.
Como barca.

Las hojas del calendario rompen fechas, la Navidad, sombras de silencio.
Un belén etéreo
Destrozado.
Llora sobre sus almas.
El Pesebre quieto, vacío, y el pensamiento desnudo.
Una tarjeta sin sobre,
abierta, siniestra, cuelga del abeto.
Villancicos callejeros, y el viento juega con la nieve.

Rostro fosilizados sonríen llenos de hipocresía de verse todos juntos
hartos de mentiras, rotos,
como sus rostros,
sus besos.




Fin de Año: José Dávila


-Apenas nacía diciembre, mi padre iba a comprar el árbol de Navidad. A su lado, mi hermano Raúl y yo. Íbamos felices. Era el anuncio previo a la época de los sueños y fantasías infantiles; se acercaban los días de escribir cartas a Santa Clos y a los Reyes Magos; sus imágenes cobraban nueva dimensión. Se acercaban, pues, las posadas y las piñatas; las velas, los cánticos y los rezos; se empezaba a oler a ponche, a tejocote, a lima y mandarina. Sí, se acercaban los días en que nuestros padres se iban a hablar otra vez, tras un año más de impactante silencio".

Así recordaba mis ayeres.

-¿Cómo no íbamos a estar contentos si en la cena de Nochebuena ellos iniciaban el titubeante diálogo que concluía al amanecer del año nuevo? Cierto; se avecinaban días de perdonar. Qué irónico ¿no? Sí, se perdonaban. Él creía perdonar más. Si la hubiese dejado, mi madre le hubiera hablado todos los días de su existencia. No obstante, el guión tenía por mandato sólo una semana de parlamento al año. Una semana en donde se acababa el "dile a tu madre esto o el dile a tu padre esto otro". ¿Saben? ¡Cuánto trabajo le costaba a mi papá romper el mutismo! Y nosotros pensábamos:
"¡Ay, si todo el año fuera Navidad!"

`Todo empezaba con la compra del árbol. Con la emoción contenida, siempre al anochecer, mi hermano y yo, acompañábamos sus pasos al mercado de la Lagunilla. En un solar de las calles de Allende, se apretujaban los arbolitos, qué digo, ¡los pinos! Así eran de grandes. Enormes, con su tupido y enorme follaje elevándose al cielo. ¿Cómo olvidar su olor que invadía todos los rincones de la casa, tornándola cálida y promisoria? ¿Cómo olvidar aquellos momentos en que por nuestras mentes ya soplaban vientos de vacilación sobre los juguetes a pedir en nuestras cartas?"

-Los dos contábamos el paso de los días aferrados a la esperanza de la reconciliación de mamá y papá antes de lo establecido. ¿Será hoy? ¿Acaso mañana? ¿La próxima semana? Era inútil anticipar lo ya programado. Por las noches, cuando mi padre regresaba del trabajo, no descubríamos en su cara señal alguna: siempre adusto, al igual que a lo largo de todo el año.

¿La razón del distanciamiento? Tiempo después lo sabría: al no alcanzar el gasto para satisfacer medianamente el sostén de la familia, mi madre buscó trabajo cosiendo sombreros y ramilletes de flores para novias y jovencitas quinceañeras, para aportar apoyo económico al hogar. La decisión materna lastimó el amor propio paterno. Sin mediar juicio, la sentencia fue definitiva: la indiferencia acompañada del silencio.

-Recuerdo que el día 24, todo era movimiento y nerviosidad Mi mamá se pasaba el día en la cocina preparando una sabrosa cena y nosotros corriendo al mercado a comprar los olvidos. Felices íbamos y veníamos; la emoción nos aceleraba el corazón.

Sabíamos que papá ahora llegaría con semblante sereno y cargando una botella de vino tinto y dos de sidra, mientras por la casa ya corrían los olores de la sopa de coles, de los romeritos, el pollo asado, las papas fritas, y la ensalada de Nochebuena. Que luego se bañaría y vestiría el traje dominguero, en tanto mi madre se daría tiempo de arreglarse con discreción.

Que iríamos a la iglesia a dar gracias y regresaríamos sin pronunciar palabra. Que, con la incertidumbre golpeándonos el pecho, nos sentaríamos a la mesa ya dispuesta. Raúl y yo en cada una de las cabeceras y ellos en medio, frente a frente. ¿Sería ahora? Turbados empezaban a pronunciar monosílabos: "Buenas noches", decía mi papá. "Buenas noches", decía mi mamá.
"Felicidades a todos", deseaba mi papá. "Sí, felicidades a todos...", deseaba mi mamá, siempre con la mirada fija en el mantel".

-En silencio, mi hermano buscaba mis ojos y yo los suyos. Eran optimistas mensajes cifrados. Así compartíamos el goce que nos invadía. Por ello, mucho nos cuidábamos de llamar la atención. No decíamos nada, no hacíamos ruido, sólo los mirábamos.

"¿Brindamos?" –proponía mi papá. "Si...", aceptaba mi mamá. "¿Un vaso de sidra?", ofrecía mi papá.
"Sí, como tú quieras...", asentía mi mamá. Con mano firme mi padre aflojaba el corcho de la botella hasta dejarlo listo para salir disparado. Cuando el estallido se producía, todos reíamos y él servía. Pronto se levantaba; miraba a mi madre y luego a nosotros. Alzaba su vaso y nos deseaba felicidad.
"¡Feliz Navidad!", le respondíamos en coro. Entonces, por fin... ¡por fin sonreían los dos!".

En el transcurso de la semana la conversación no progresaba demasiado, pero tan poco decaía. En ocasiones todos acudíamos al cine, a pasear al Zócalo o a la Alameda. Eran alborozados días en los cuales el enojo se exiliaba del vínculo conyugal. En las caminatas disfrutaban de los algodones de azúcar, de las castañas asadas, de los buñuelos y el atole de fresa.
La cena de año nuevo, era calca de la anterior. No variaba el protocolo y no variaban los platillos. Pese a los abrazos emocionados y amorosos acompañando las doce campanadas, sabíamos que el ensueño agonizaba. Al concluir la velada, así como se apagaba la última vela del árbol, así se apagaba la voz de nuestros padres…

martes, 9 de diciembre de 2008

Año Nuevo: Luis A. Alcocer


Era Navidad, sin duda, sólo había que mirar las calles atestadas de
gente con bolsas de regalo, sonrisas que intentaban simular falsas
felicidades, luces de colores hasta en los urinarios públicos, atascos de coches y a sus conductores jurando y recordando al último beato del santoral, prisas por llegar donde fuera..., posiblemente a ningún sitio.

Enrique no tenía prisa, ni coche, ni bolsas, ni dinero para gastar,
ni felicidad, ya fuera falsa o real. Enrique estaba en el paro
desde hacía tres meses, no cobraba subsidio alguno, su mujer se había
largado con otro –quedándose con la casa- y, desde entonces, su
familia le miraba como un apestado que sólo contaba historias tristes
y, a veces, les pedía dinero que nunca podría devolverles.

Enrique, vivía en la pensión más barata que había encontrado; no
tenía ninguna gana de aparecer por allí y, por eso, vagaba entre la
gente, sin destino fijo..., sólo dejaba pasar un tiempo que, de hecho, era lo único que le sobraba.

Empezaba a anochecer cuando sucedió "aquello", tropezó con una mujer
y tiró al suelo las bolsas que ella llevaba. Tendría una edad cercana
a los cincuenta, un abrigo de pieles, un collar que parecía de
perlas... "Debe ser millonaria", pensó Enrique; se agachó para
recoger del suelo todo lo que había tirado sin querer y procuró que ella volviera a colocarlo en sus brazos.

-¿Le importaría acompañarme a llevar todo esto hasta el coche?, lo
tengo aquí cerca y se me volverá a caer si no me ayudan, seguro.

Él asintió con la cabeza, era un hombre educado.

Mientras caminaban, ella le fue haciendo preguntas, casi un
interrogatorio:

-¿Iba usted de compras? ¿Está casado? ¿Vive solo? ¿En qué trabaja?...

Enrique contestaba a las preguntas con monosílabos, pero sin mentir,
sin ocultar la verdad de su situación.

Llegaron al coche; era rica, sin duda: el cochazo, un Mercedes,
destacaba entre todos los aparcados.

Ayudó a guardar las bolsas en el portamaletas.

-¿Quiere acompañarme hasta mi casa? –le dijo-, estaba buscando
alguien como usted para hacerle feliz estas Navidades. Ha sido la
Divina Providencia la que ha hecho que nos encontráramos.

Enrique asintió. Entró en el coche y su cara comenzó a iluminarse.
Podía ser que sus problemas, los inmediatos al menos, se
desvanecieran; en realidad, sólo necesitaba un mínimo empujón para
enderezar su vida, un trabajo, algo de dinero... Puede que el próximo año fuera distinto. "¿Será verdad, año nuevo, vida nueva?", pensó.

Su talante, siempre había sido un optimista, fue haciendo que se
animara minuto a minuto. Y más aún, cuando llegaron ante la casa: un
enorme portal, cercano a la calle de Alcalá, donde ella entró con el
coche y lo dejó en el centro de un patio rodeado de columnas.

Subieron por una escalera de mármol y entraron al piso. Era como los
palacios que había visto en el cine y que pensaba que ya no existían.

-Espere un segundo, por favor –le dijo la mujer, tras quitarse el abrigo.

Pasaron unos minutos en los que la cabeza de Enrique se llenó de
sueños: "Seguro que me va a ofrecer un trabajo, tendrá muchos amigos
importantes. Igual me adelanta algún dinero, para ir tirando y,
¿quién sabe?, tal vez me invite a pasar aquí la noche, puede que esté sola, como yo, y necesite compañía".

Se arregló algo el desordenado pelo, ajustó su chaqueta de forma tal
que no se vieran las mangas sucias y deshilachadas de su camisa,
sonrió...

Ella volvió:

-Mire, tenía aquí esta bufanda desde hace meses y no encontraba un
pobre a quien dársela..., y es una pena tirarla a la basura.

Enrique cogió la bufanda, cada mano en un extremo, la colocó sobre el
collar de perlas, giró los brazos alrededor del cuello y apretó hasta
que la mujer se desplomó, casi sin un gemido. Su cara violácea
contrastaba con el rojo de una alfombra persa.

Salió a la calle. Su reciente optimismo no había desaparecido del
todo, su ultima sonrisa, si acaso, era aún más amplia: "Hace algo
menos de frío. La bufanda parece de seda, igual la vendo, la gente
hoy compra lo que sea, y me sirve para pagar una semana de pensión y
mañana..., ¿qué más me da lo que pase mañana?"

Acarició la cabeza de un perrillo que le olisqueaba los zapatos. El animalito le miró.

-¿Verdad que el año que viene todo será diferente? -le preguntó Enrique.

Creyó ver sonreír al perro y decidió comprarse una bolsa de castañas calientes con el único dinero que le quedaba. Todo iba a ir bien a partir de ahora...

domingo, 7 de diciembre de 2008

Un soneto para el nuevo año: Ernesto

_*_*_*_*_*_
Ya veo que un año más se me acumula,
pues espera su entrada allí en la puerta.
No tiene que llamar; la dejé abierta.
Su visita me place y congratula.

Y es que mi pensamiento ya especula,
aunque tal vez, con una suerte incierta,
en dejar mi conciencia siempre alerta
en pro de un bien hacer que me vincula

a propósitos limpios de ruindades,
a sanas comprensiones de lo ajeno,
a dejar escapar las vanidades,

a no abrigar tu corazón veneno,
a escuchar la palabra del amigo,
a sopesar un premio y no un castigo.


El año que siempre llega: Pilar Moreno Wallace



Vuelve entre delirios de relojes y arrepentimientos. Tan atractivo como todo lo nuevo, sus promesas de una distinta fortuna me retienen con palabras de felicidad y éxito; todo un brindis que me seduce. Sensaciones que me acercan al pálpito de las mejores cosas que yo busco con empeño.
Aunque no tengo prisas, es él quien me impone su presencia en noches compartidas con imágenes de cambios y diáfanos amaneceres, pasión in crescendo hasta un futuro que tendrá una conjugación perfecta, un carpe diem tan deseado siempre, una constante hacia lo eterno, que me olvido de estos días blancos en los que necesariamente tengo que dejar huellas. Tránsito que se insinúa con la impronta de los meses y la evidencia tenaz de lo distinto.
Cuando se acabe su estímulo me arroparé en trémulos reproches, y él volverá de nuevo a robarme el espacio con la esencia de un declive armónico y sincronizado. Su tiempo se hará entonces pretérito.